La “supremacía del hombre blanco” dictó, poco después de la Primera Guerra Mundial, algunas de las leyes inmigratorias más infames, para impedir el ingreso de migrantes provenientes del sur de Europa y especialmente de los judíos centroeuropeos y del área mediterránea.
Al interior del país se perfeccionó la segregación sistemática y el relegamiento de los afro-estadounidenses a las peores condiciones de vivienda, trabajo, educación y de salud. Ser de color en los Estados Unidos, y especialmente en el sur, equivalía a soportar vejámenes y todo tipo de arbitrariedades en todos los órdenes de la vida. Los nacionalsocialistas primero y los racistas sudafricanos con su “Apartheid” después se inspirarían en las medidas estadounidenses de las décadas del 20 y del 30.
Desde el punto de vista de la organización militar, los altos mandos estadounidenses consideraban y sostenían abiertamente que los afrodescendientes eran biológicamente inferiores, poco inteligentes, carentes de iniciativa, perezosos y cobardes. Por lo tanto no concebían a los miembros de esas tropas sino como personal de maestranza, cocineros, choferes y sobre todo peones y estibadores destinados a las tareas serviles y del mayor esfuerzo físico. Se los consideraba como trabajadores regimentados, de uniforme, y por ende más dóciles que los civiles en las mismas funciones.
Se oponían tenazmente a admitir oficiales de color y las unidades formadas por soldados de color, que para los racistas abarcaba también a los indígenas y chicanos, solamente podían ser comandadas por oficiales blancos. La mayoría de estos oficiales consideraba esas funciones como un castigo degradante y despreciaban profundamente a sus suboficiales y soldados. De hecho aplicaban la “lógica laboral” de los esclavistas dueños de plantaciones: precaverse de cualquier insubordinación por la vía del sobre-trabajo más despiadado y del trato brutal.
Hubo excepciones, pero fueron muy pocas. Están perfectamente documentadas las prácticas y crímenes racistas acompañados por miles de denuncias de parte de organizaciones como la NAACP (National Association for the Advancement of Colored People), la prensa afroestadounidense y los parlamentarios.
SEGREGACIONISMO MILITAR
Lo que más temían los racistas y particularmente los altos mandos del ejército era que los afro-estadounidenses encuadrados en unidades de combate, uniformados y armados, pudieran rebelarse contra el trato que recibían. No solamente de parte de sus oficiales y de los soldados y policías blancos sino de la población, particularmente en los estados del sur.
La Armada y la Fuerza Aérea se resistieron por mucho más tiempo que el Ejército a la incorporación de afro-estadounidenses, aun como unidades de servicio. De hecho la Infantería de Marina (los Marines) no admitieron reclutas afrodescendientes sino hasta bien avanzada la Segunda Guerra Mundial y en la Fuerza Aérea los pilotos de color se contaban con los dedos de la mano al comienzo del conflicto.
La “supremacía blanca” se apoyaba en la segregación más estricta. Los mandos se negaban a que hubiera el más mínimo contacto entre blancos y de color. Ya lo habían practicado, a disgusto de los franceses y británicos, durante la Primera Guerra Mundial. Blancos y negros no debían marchar juntos, viajar juntos, comer juntos, charlar o asistir juntos al cine o a espectáculos, compartir enfermerías, dormitorios, baños y sobre todas las cosas jamás debían combatir juntos para que la cotidianeidad y el jugarse la vida en compañía no debilitase el odio, los prejuicios y el injusto menoscabo de los hombres de color que habían aplicado durante generaciones.
Los estigmas raciales que cultivaban los altos mandos se extendían a la población civil. Los soldados afrodescendientes no debían interactuar con la población civil y se debía evitar, a toda costa, cualquier grado de proximidad entre estos soldados y mujeres blancas.
Aunque las medidas segregacionistas en los pueblos y ciudades de los Estados Unidos no se limitaban al sur, era allí donde el apartheid estaba institucionalizado. Había restricciones para la circulación de los afrodescendientes, civiles o militares, para su acceso al transporte, para andar por la calle, etc. Había salas de espera para personas de color, bebederos públicos para personas de color, barrios para personas de color, hospitales para personas de color. Iglesias para personas de color y cementerios para personas de color. Todas estas “facilidades” replicaban a las de los blancos pero con el clasismo que está incorporado en el racismo, todo era peor, más pobre, incómodo y deliberadamente degradante.
Cuando en 1939 se desencadenó la Segunda Guerra Mundial en Europa, el gobierno estadounidense debió tomar medidas como las que había adoptado veinte y pocos años antes para desarrollar una producción bélica multiplicada en apoyo a su aliado británico y se planteaba ya la perspectiva de prepararse para decuplicar sus fuerzas armadas en un lapso relativamente breve.
La concepción de la clase dirigente estadounidense no contemplaba a los afrodescendientes y a las mujeres como mano de obra calificada para la industria bélica. Los primeros debían ocuparse de la producción agrícola, como efectivamente lo hacían en los estados sureños, y las segundas mantenerse en el hogar. Sin embargo, había elementos objetivos y subjetivos que hicieron entrar en crisis esas pretensiones.
Por un lado la migración interna de afro-estadounidenses desde el Deep South hacia los polos industriales del este y del norte se había mantenido y acelerado desde el fin de la Primera Guerra Mundial. Y, las mujeres habían ido aumentando sostenidamente su presencia en la fuerza de trabajo.
Subjetivamente, tanto los afrodescendientes como las mujeres, no estaban dispuestos a ocupar un papel secundario o servil. Trabajadoras y trabajadores aspiraban a los puestos calificados y mejor remunerados. Esto provocó enfrentamientos muchas veces violentos.
En Detroit hubo una oposición abierta de los trabajadores automovilísticos a la incorporación de operarios afrodescendientes. En abril de 1943, 26.000 operarios blancos de la Packard hicieron huelga protestando por la promoción de 3 obreros de color. “Preferimos que gane la guerra Hitler o Hirohito antes que trabajar con negros”, decían los líderes.
En mayo de 1943 estalló la violencia en el astillero Atlanta, en Alabama, por el ingreso de trabajadores afrodescendientes, y aunque la policía pudo dominar el choque, hubo decenas de heridos y el gobernador del Estado debió movilizar a siete compañías de la Guardia Nacional.
Después de bastantes titubeos el gobierno intervino para permitir el acceso de operarios afrodescendientes que, por otra parte, eran necesarios para redoblar la producción de jeeps, camiones y tanques que requería la guerra en Europa. El presidente Franklin Roosevelt, que siempre fue un gran equilibrista político, no quería malquistarse abiertamente con los racistas. En cambio su esposa, Eleanor Roosevelt, y algunos de sus ministros actuaron para contemplar los reclamos de la comunidad negra.
Los dirigentes de esta comunidad vieron, en la participación de los suyos como tropas de combate, una oportunidad para remover obstáculos en su legendaria lucha para conquistar plenos derechos civiles. La enorme mayoría de los afro-estadounidenses que se alistaron reivindicaban su patriotismo y estaban dispuestos a combatir a los alemanes con las armas en la mano. Algunos de estos reclutas, muy pocos, eran veteranos de la Primera Guerra pero la mayoría eran jóvenes y educados, provenientes del norte.
LA GUERRA ANTES DE LA GUERRA
Los altos mandos del Pentágono se avinieron a formar unidades de infantería, de ingenieros de combate y, cosa rara, de una unidad blindada. Sin embargo no desistieron de sus principios racistas de modo que el personal de maestranza estaba formado mayoritariamente por afrodescendientes y miembros de otras minorías. En el teatro europeo, al terminar la guerra, el 69% de los choferes eran afrodescendientes.
Como querían mantener la segregación a cualquier costo, la conformación y el entrenamiento de las unidades formadas por afro-estadounidenses se radicó en los estados del sur (Texas, Luisiana, Georgia, Alabama, Carolina del Norte y del Sur, etcétera). De este modo, se aseguraban que los acuartelamientos estuvieran en zonas poco pobladas, donde las localidades cercanas seguían practicando una rigurosa segregación y donde la mayoría de los blancos odiaban y temían a los afrodescendientes.
Lo que resultó fue que, si bien consiguieron mantener la segregación y que los soldados de color tuvieran el menor contacto posible con la población civil, también fomentaron una cantidad de conflictos, peleas, asonadas, linchamientos y tiroteos que dejaron muchos muertos y heridos y exacerbaron al extremo las divisiones y la desmoralización entre las tropas que estaban preparando para la guerra.
Para sorpresa de los reclutas de color que venían del norte, trasladados en ferrocarril hasta sus campos de entrenamiento, se les obligaba a llevar las cortinillas de las ventanillas bajas y cerradas y a no apearse en las paradas del trayecto. Pese a esto, los campesinos pobres (los hillbilly), fuertemente inficionados de racismo, solían apostarse a los lados de la vía en zonas agrestes para disparar con sus escopetas contra “los vagones de los negros”.
Johnnie Stevens, un veterano del Batallón de Tanques 761º, recordaba décadas después lo que había sido aquel acuartelamiento: “Ser un soldado de color en el sur, en aquellos días, era una de las peores cosas que te podían pasar. Si ibas al pueblo tenías que bajar a la calle si un blanco venía por la acera. Si pasabas de uniforme por un vecindario de blancos te daban una golpiza. Si tropezabas en la calle te acusaban de estar borracho y te pegaban. Si estando fuera del cuartel sentías hambre y no encontrabas un restaurante para afrodescendientes o algún hogar de una familia negra que conocieses, ¿sabes qué? Te morirías de hambre. Eras un soldado, que estabas allí con el uniforme de tu país y te trataban como a un perro y esto sucedía en todo el sur”.
Muchos miembros de la organización terrorista del Ku Klux Klan se habían enrolado en la policía local y de este modo apaleaban a los soldados y llevaban a cabo todo tipo de provocaciones. Además los miembros de la Policía Militar eran blancos y acompañaban a los locales en sus fechorías.
Desde 1941 los tanquistas del 761º se entrenaban en Camp Clairborne, cerca de Alexandria, en Luisiana, pero de hecho el pueblo les estaba vedado. No podían circular por el centro, ni comer en lado alguno, ni hacer compras. Solamente podían llegar a un barrio muy pobre, llamado el Little Harlem, donde vivían las familias negras.
Los soldados sospechaban de sus oficiales blancos que vivían pendientes de conseguir un traslado a una unidad de blancos. La mayoría era incompetente y por eso se les había asignado allí. De todos modos el batallón entrenó intensamente durante dos años y se le consideraba una de las unidades mejor preparadas para el combate.
La segregación racial también hacía que una enfermera blanca no pudiese atender a un soldado o un oficial de color y por esa razón, además de una cuerpo auxiliar femenino formado por mujeres blancas (las WAC, Women Army Corps), cuatro mil mujeres negras (120 de ellas oficiales) sirvieron durante la guerra como WACs afro-estadounidenses. Accesoriamente los bancos de sangre estaban rigurosamente segregados, jamás se transfundiría a un soldado blanco con sangre de donantes afrodescendientes y viceversa.
La primera baja de esta “guerra en la guerra” se produjo en abril de 1941, cuando el soldado Felix Hall fue encontrado colgando de un árbol en una zona agreste de Georgia, con las manos atadas a la espalda. Las autoridades militares quisieron atribuir la muerte a suicidio pero no lo consiguieron.
Lamentablemente hubo muchas otras muertes y todas las investigaciones policiales y judiciales (particularmente de la justicia militar) fueron invariablemente inconcluyentes, desprolijas e incapaces de descubrir a los culpables.
Es imposible reseñar todos los enfrentamientos y muertes que se produjeron ininterrumpidamente durante cinco años (entre 1941 y 1945 y aun después de la desmovilización) involucrando a militares afrodescendientes. Poco después del linchamiento de Hall, soldados afrodescendientes del Cuerpo de Maestranza 48º fueron asaltados en su cuartel por soldados blancos de la 30ª División de Infantería. Otros episodios involucraron a cientos de soldados afrodescendientes del 94º Batallón de Ingenieros y tropas estatales de Arkansas.
Los tiroteos y choques con muertos y heridos seguían y en 1942, el juez William Hastie, un respetado jurista afro estadounidense comisionado por el gobierno para investigar la violencia racial, informaba que “en el Ejército un negro es enseñado a ser un combatiente, en suma un soldado; es imposible crear una doble personalidad que por un lado sea la de un combatiente contra un enemigo extranjero y por la otra un ser sumiso que acepte un tratamiento menos que humano en su patria. Con frecuencia creciente se siente entre los soldados de color la idea de que si han sido convocados para pelear muy bien podrían pelear aquí y ahora”.
En los primeros días de 1942, la policía de Alexandria apaleó a unos tanquistas que estaban de franco en el pueblo. Poco después un soldado blanco golpeó a una trabajadora negra y fue increpado por los tanquistas. A duras penas los oficiales pudieron contener a sus hombres pero el 10 de enero, las tensiones que se habían ido acumulando durante meses, estallaron en forma incontenible.
Los policías militares blancos arrestaron a un tanquista y sus compañeros se dispusieron a liberarlo por la fuerza. Llegaron al cuartel y se encendieron los motores de los tanques del 761º, el armamento cargado y con sus tripulaciones completas se prepararon para aplastar a los policías.
A todo esto en las calles de Alexandria se desarrollaba una batalla campal entre blancos y afrodescendientes. Una multitud de varios miles de personas se enfrentaba a pedradas, botellazos, y disparos de escopeta, fusiles y pistolas.
Los oficiales del 761º, después de negociar a gritos durante una hora, consiguieron a duras penas que los tanquistas desistieran de arrasar Alexandria y volvieran a las barracas. No hubo arrestos ni cortes marciales y a pesar de la cantidad de heridos y de algunos muertos el episodio fue silenciado y las unidades cambiadas de lugar.
A mediados de 1943, los choques que involucraban a militares en los Estados Unidos habían alcanzado una intensidad inocultable. En las calles de Harlem y de Paradise Valley se registraba una violencia que se replicaba en las bases militares y en las poblaciones cercanas a ellas en todo el país. Las tropas afro-estadounidenses se enfrentaban, mano a mano o en distintas combinaciones, con la policía militar, los policías, los ciudadanos y los soldados blancos.
En setiembre de 1942, los 42 oficiales y 600 soldados del 761º ya eran un cuerpo de elite y fueron trasladados a Fort Hood, en Texas, para completar el entrenamiento avanzado en combate de blindados. En ese medio, al entorno racista y provocativo se sumó un hecho que enfurecía a los soldados de color. En el área de Fort Hood había un gran campo de prisioneros alemanes e italianos.
Los maltratados soldados de color veían que los prisioneros eran tratados bastante mejor que ellos, disfrutaban de una relativa libertad para entrar y salir, se les asignaban tareas livianas de limpieza pero estas nunca se ejecutaban en las barracas ocupadas por los soldados de color.
Los oficiales alemanes que fallecían estando internados eran sepultados con todos los honores, enfundados en su uniforme de gala, envueltos con la esvástica y pelotones de fusileros disparaban salvas en su honor (hay fotos que lo documentan muy bien).
LA GUERRA QUE GANARON
En junio de 1944, en vísperas del desembarco en Normandía, había 134.000 soldados de color en Europa pero solamente una unidad, el 99º Escuadrón de Caza, había entrado en combate. Sus pilotos se reconocían entre ellos como “las águilas solitarias” debido a la segregación absoluta que se ejercía en torno a ellos. El 6 de junio, cuando se produjo el desembarco en Normandía, de los 185.000 hombres que participaron solamente 500 eran de color, pertenecientes a un batallón de globos de barrera (artefactos que protegieron eficazmente de los ataques de los bombarderos en picada).
El 761º partió el 27 de agosto de Nueva York hacia Inglaterra cruzando el océano con sus tanques en un convoy de 500 transportes. Sus antepasados habían hecho una travesía transoceánica encadenados como esclavos. Ahora iban a participar en una guerra en nombre de libertades que ni sus antepasados ni ellos habían disfrutado. El 8 de setiembre desembarcaron en Gran Bretaña y fueron acuartelados en Wimborne, Dorset, a unos 30 kilómetros del Canal de la Mancha.
Los británicos acogieron con simpatía la llegada de los soldados de color. El escritor George Orwell dijo que el consenso general de sus compatriotas era que los únicos soldados estadounidenses con modales decentes eran ellos.
El hostigamiento y las agresiones racistas siguieron ocurriendo pero no por cuenta de la población británica sino por parte de los soldados blancos estadounidenses. La agresividad y los ataques de estos contra los afrodescendientes británicos, la mayoría de los cuales provenían de las Indias Occidentales (jamaiquinos, por ejemplo), indignaron a las autoridades y a la opinión pública. El parlamentario Harold MacMillan, que más adelante sería Primer Ministro, propuso que los soldados británicos de color llevaran un cintillo especial para evitar que fueran atacados por los soldados estadounidenses.
En tierras de Francia, el Tercer Ejército de los Estados Unidos, comandado por el excéntrico y audaz George S. Patton hacía de punta de lanza en el empuje hacia París. Patton, un aristócrata californiano, famoso por su arrojo e intrepidez, apreciaba grandemente los blindados que le habían permitido ser la vanguardia desde el desembarco en Normandía.
Además de portar sendos revólveres Colt 45 con cachas de nácar pendiendo de la cintura como un cowboy, el general salpicaba su conversación con réplicas mordaces, insultos y palabras soeces. Se dice que lo hacía para compensar su vocecita aflautada. Tenía un genio particularmente adecuado a la guerra relámpago y era un jefe respetado. Al mismo tiempo era un racista puro y duro, antisemita y anticomunista visceral que acariciaba el sueño delirante de derrotar a los nazis para combatir enseguida a los soviéticos a quienes consideraba los verdaderos enemigos de su país.
En su veta racista había sostenido, antes de la guerra, que los afrodescendientes no podían pensar con suficiente rapidez como para combatir en blindados. Sin embargo, en 1944 Patton reclamó las mejores unidades de tanques para su ejército y el 761º era una de ellas. Refiriéndose al 761º se dice que vociferó que le dieran buena comida y los mejores tanques a esos “negritos” (usaba la palabra niggers que es la forma insultante y más despectiva de referirse a los afrodescendientes) y se los mandaran.
El 761º cruzó el canal y Patton los recibió en Saint-Nicolas-du-Port. Desde un camión arengó al batallón y después trepó al Sherman M4 de E.G. McConnell, examinó el nuevo cañón de tiro rápido y mirando a los ojos al oficial le dijo: “Escucha muchacho, quiero que le dispares a todas las malditas cosas que veas, iglesias, campanarios, torres de agua, casas, señoras ancianas, niños, parvas de heno, cada maldita cosa que veas, ¿me entiendes muchacho?”. Patton era un peleador muy diferente a los llamados generales de escritorio y los tanquistas estaban dispuestos a seguirlo.
A medida que los aliados se aproximaban a Alemania la resistencia de la Wehrmacht se endurecía. Los nazis lanzaban a la batalla las unidades fanatizadas de las Waffen SS y ponían en acción los tanques pesados y los cañones antiaéreos de 88 mm utilizados como mortíferos antitanques.
En esos días empezaron los 183 días de combates ininterrumpidos en que participó el 761º, sin retroceder jamás, a través de seis países (Francia, Luxemburgo, Bélgica, Holanda, Alemania y Austria) hasta el fin de la contienda.
Las unidades de tanques estadounidenses combatían en promedio durante dos o tres semanas y después eran retiradas a retaguardia por un lapso similar para descansar, reaprovisionarse y recibir relevos. Las Panteras Negras, como ya se denominaba a los integrantes del 761º, hicieron todo esto sobre la marcha y su record de permanencia en combate se atribuye al racismo imperante en el comando del Tercer Ejército. Se ha dicho que los generales aplicaban el procedimiento de los hacendados esclavistas en tiempos de cosecha: hazlos trabajar hasta que se desplomen.
Además, el 761º no operó en conjunto, como batallón de tanques, sino que se le asignó la función de “bastardos” lo que, en la jerga militar de la época, significaba que cada compañía actuaba independientemente, en conjunto con un batallón de infantería. Los “bastardos” eran la punta de lanza que avanzaba con sus tanques, enfrentaba a los blindados alemanes, a la artillería antitanque, a los nidos de ametralladora y a los francotiradores. Detrás de los tanques avanzaba la infantería para asegurar el terreno u ocupar los pueblos.
Se dice que este tipo de acciones, que era fundamental para evitar bajas en la infantería y avanzar rápidamente, hacía más difícil que el comando del Tercer Ejército apreciase la eficacia combativa del 761º y contabilizara sus logros. Los hechos posteriores demostraron que el racismo intervino para impedir que se reconociese el aporte sustancial de los Panteras Negras. Los jefes y oficiales de las unidades de infantería que combatieron junto a ellos, en cambio, no escatimaron elogios, agradecimientos y cálidas expresiones de camaradería hacia los tanquistas afroestadounidenses.
Un balance muy posterior estableció que los tanques del 761º habían destruido cientos de blindados y baterías antitanque alemanas, liquidado miles de nidos de ametralladora y que jamás habían abandonado el campo de batalla ni retrocedido, lo que significaba que siempre habían protegido a su infantería a costa de sus propias vidas.
En diciembre de 1944, los alemanes desataron una contraofensiva sorpresa, en Bélgica, con el objetivo estratégico de cercar y aniquilar a tres ejércitos aliados, llegar a Amberes y negociar una anhelada paz por separado con Estados Unidos y Gran Bretaña para volcar las fuerzas que le quedaban al frente oriental. El alto mando aliado, encabezado por Dwight Eisenhower, pecó de exceso de confianza porque, aunque el camino desde Normandía a Bélgica no había sido un paseo, fue un combate de retaguardia en el que la Wehrmacht resistió furiosamente pero sin contraatacar.
El lugar elegido por los alemanes para atacar fue la región belga de las Ardenas caracterizada por montañas y quebradas boscosas, que se considerada intransitable para grandes unidades y especialmente para los tanques. En diciembre de 1944, el invierno más crudo azotaba la región. Nevadas copiosísimas, cielos nublados y tormentas impidieron la acción de la aviación en la que los aliados habían alcanzado una superioridad abrumadora.
La Wehrmacht echó el resto y lanzó 500.000 soldados, 1.800 tanques (la mayoría pesados) y 1.900 piezas de artillería, apoyados por 2.400 aviones contra los 840.000 soldados, 1.600 tanques, 4.150 cañones y 6.000 aviones apuntados hacia el Rhin. El 16 de diciembre comenzó la acción, la sorpresa fue total y se produjo la rotura del frente. En las primeras dos semanas la Wehrmacht avanzó rápidamente.
Después los aliados trajeron refuerzos, entre ellos el 761º, desde el Sarre, y consiguieron estabilizar la situación. Finalmente los cielos se despejaron, la aviación machacó a los alemanes y la superioridad de las fuerzas aliadas revirtió las acciones a su favor. Las Panteras Negras lucharon heroicamente desde que sus tanques fueron desembarcados del ferrocarril, cerca de Bastogne, la población donde estaba cercado el Primer Ejército.
Otra unidad integrada por afro-estadounidenses también se destacó en el esfuerzo para liberar a los atrapados en Bastogne, el 183º Batallón de Ingenieros de Combate. En torno a Tillet, el 5 de enero, el 761º enfrentó con éxito a la 13ª División Panzer de las SS en una de las mayores batallas de tanques de las Ardenas.
El balance final da cuenta de la dureza de los combates. Los estadounidenses soportaron las mayores pérdidas. El 25 de enero de 1945, cuando se rompió el contacto definitivamente, habían quedado 19.276 estadounidenses muertos, 41.493 heridos y 23.554 fueron hechos prisioneros o desaparecieron; los británicos tuvieron 200 muertos y 1.400 prisioneros o desaparecidos; los alemanes sufrieron 15.652 muertes, 41.600 heridos y 27.582 prisioneros o desaparecidos.
UNA GUERRA TERMINÓ Y OTRAS SIGUIERON
El 761º terminaría su periplo bélico derribando las puertas de los tenebrosos campos de concentración de Buchenwald y Dachau. Los soldados afro-estadounidenses entraron en contacto directo con los crímenes del nazismo e intentaron aliviar a sus víctimas.
El comandante del Tercer Ejército, George S. Patton, mientras tanto, ya había empezado a confrontar con el Comandante en Jefe Eisenhower a propósito de la “desnazificación”. Patton le escribía entonces a su esposa Beatriz: “Nunca oí que nosotros lucháramos para desnazificar Alemania: vive y aprende. Lo que estamos haciendo es destruir el único Estado semi-moderno de Europa para que Rusia pueda engullirlos a todos... de hecho los alemanes son el único pueblo decente en Europa”.
Patton atribuía los problemas “a los judíos que quieren venganza”. En su diario el militar californiano consignó sus más íntimos pensamientos acerca de las víctimas del nazismo: “todo el mundo cree que las personas desplazadas (se refiere a los internados en los campos de concentración) son seres humanos, lo cual no es cierto y esto se aplica particularmente a los judíos que se encuentran por debajo de los animales. Ya sea que las personas desplazadas nunca hayan tenido decencia o ya sea que la hayan perdido durante el periodo de su internación por lo alemanes. Mi opinión personal es que ningún pueblo puede haberse hundido hasta el nivel de degradación que estos presos han alcanzado en el corto periodo de cuatro años”.
A raíz de sus manifestaciones públicas pronazis, Patton fue destinado a un puesto menos relevante y finalmente murió en un accidente automovilístico ocurrido en Heidelberg, el 21 de diciembre de 1945.
Para esas fechas el Batallón de Tanques 761º había sido desmovilizado y sus integrantes dados de baja y enviados a casa.
Sin embargo y a pesar de que su comandante lo había recomendado calurosamente, la unidad nunca recibió la Medalla de Servicios Distinguidos. La resolución fue secamente despachada diciendo que sus merecimientos no habían sido probados. Este hecho formaba parte del muro de silencio que rodeó no solamente el clima racista y la segregación que habían sufrido los afro-estadounidenses antes y durante la Segunda Guerra Mundial sino el intento de ocultamiento de su valiente y denodado desempeño en defensa de su patria.
Esa infamia solamente sería parcialmente reparada en 1978 cuando los sobrevivientes del 761º fueron convocados por el gobierno de Jimmy Carter para conferirle al Batallón de Tanques la Mención de Unidad Distinguida que le había sido negada 33 años antes.
Los afro-estadounidenses habían contribuido a ganar la guerra contra el Tercer Reich y el Imperio del Sol Naciente pero la guerra desatada por el racismo no había cesado y la Guerra Fría recién comenzaba.
FUENTE:
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(Historia Universal Para No Dormir)
Pedro Pablo Romero Soriano PS