Tras el ataque, los heridos comenzaron a llenar los hospitales militares y civiles y casi inmediatamente comenzaron a presentar escozor de ojos, reaccionando negativamente a los tratamientos clásicos para sus heridas convencionales. Los ojos se irritaban cada vez más y aparecían erupciones y lesiones en la piel. Desconociendo el origen de tales síntomas, la mayoría de ellos permanecieron con las mismas ropas empapadas en gas que vestían durante el ataque. Las erupciones en la piel dieron paso a las quemaduras y a las complicaciones respiratorias, pero nadie en los hospitales sabía como debían tratar a los heridos que comenzaron a morir; incluso aquellos que lograban recuperarse debían arrastrar una larga y dolorosa convalecencia: ceguera temporal, quemaduras, dolores genitales… Los doctores comenzaron a sospechar que podía haber relación con algún tipo de agente químico e inmediatamente culparon a los alemanes, que debían haber lanzado el ataque con armas químicas al que tanto temían. Se envió un mensaje a Argel al responsable de sanidad aliado, el general Fred Blesse, mencionando que los pacientes estaban falleciendo por una «misteriosa enfermedad». Para resolver el misterio, Blesse envió a Bari al teniente coronel Stewart Francis Alexander, un experto en tratamiento contra armas químicas
La ciudad italiana de Bari tenía alrededor de 200.000 habitantes en 1943; su historia se remontaba muchos siglos atrás. Fundada por los peucetios, floreció en tiempos de los romanos que intuyeron su estratégica posición para los tráficos comerciales con el Oriente. Había sido afortunada en el transcurso de la guerra al haber sufrido tan sólo unos daños menores por haber sido catalogada por las fuerzas aliadas como un «puerto de importancia estratégica» y depósito de suministros. Pero a finales de 1943 y como resultado del avance aliado, la calma de la ciudad había sido sustituida por una frenética actividad, con barcos aliados entrando y saliendo de su puerto constantemente y un enorme tráfico de mercancías y suministros.