Hace siete décadas, al final de la Segunda Guerra Mundial, Yoshiomi Yanai salió en busca de la muerte y no la encontró. Con solo 23 años, era un kamikaze del Ejército japonés dispuesto a estrellar su avión cargado de bombas contra la flota de Estados Unidos, que había conquistado la isla de Okinawa y enviaba desde allí sus bombarderos para arrasar las ciudades niponas.
«Como todos los estudiantes, fui movilizado en 1943, cuando estudiaba Política en la Universidad de Keiko, y destinado a la Armada, que me envió a una academia de pilotos tras una instrucción durísima que eliminó nuestros hábitos de chicos de ciudad»
Nacido en enero de 1922 en una familia de terratenientes de Mine, en la prefectura de Yamaguchi, era el cuarto de cinco hermanos y, al no ser el primogénito ni estar casado, contaba con todas las papeletas para convertirse en «viento divino», significado en japonés de kamikaze. «Todos queríamos ser pilotos de los cazas Zero porque era un honor para nuestras familias y universidades, que estaban orgullosas de nuestro sacrificio», revela el fanatismo reinante en la sociedad nipona de aquella época bajo una dictadura militar que había conquistado buena parte de Asia.
«Además de vuelos nocturnos y giros completos, la formación comprendía atacar en escuadras para estrellarnos contra los barcos enemigos y ascender hasta los 2.000 metros para caer luego en picado», desgrana Yanai, quien despedía a todos sus compañeros hacia una muerte segura mientras él esperaba su turno. «Ser un kamikaze significaba la muerte, pero yo estaba preparado porque había superado mis miedos y renunciado a mis sueños después de una dura lucha interna»,
En la primavera de 1945, y con la guerra ya perdida, el imperio del Sol Naciente se resistía para impedir una invasión estadounidense con el único recurso de morir matando. Tres días después del ataque contra el portaaviones USS Bunker Hill, el más grave de la guerra con casi 400 muertos, Yanai fue asignado el 14 de mayo a una escuadra que tenía como objetivo localizar y destruir el USS Enterprise, que había sido divisado rumbo a Japón pero cuya ruta no estaba clara.
«Aunque no pude enviársela porque estaba prohibido, le escribí una carta a mi madre diciéndole que iba a morir con una sonrisa. Todos los pilotos tratábamos de consolar a nuestras familias, pero en el fondo de nuestro corazón no era verdad», admite antes de explicar el ataque, lanzado desde la base de Kanoya, al suroeste de Japón, en la isla de Kyushu.
«En realidad, en la ceremonia de despedida no bebimos sake, sino agua, para que el alcohol no nos afectara. Cargando bombas de 500 kilos, volamos durante dos horas bajo el radar, a cien metros sobre el nivel del mar, en busca del portaaviones», recuerda Yanai, que salvó la vida porque no encontró su objetivo debido al mal tiempo. «Creía que lo había visto y elevé el vuelo sobre las nubes para lanzarme en picado, pero lo perdí cuando me disponía a atacar», asegura. Sin apenas combustible para regresar a la base, se deshizo de sus explosivos y regresó a la base temiendo que sus superiores lo castigaran por haber fallado en su misión. En lugar de eso, se encontró con un permiso en un «onsen» (aguas termales) porque otros dos pilotos tampoco habían hallado su objetivo.
«Yo no luchaba por el emperador, sino por mi país y por mi familia, pero es bueno que Japón perdiera la guerra porque así pasamos de una dictadura militar a la libertad y la democracia», razona Yanai, quien no quiere que se compare a los terroristas suicidas con los kamikazes porque «nosotros éramos soldados en una guerra y solo atacábamos objetivos militares, no civiles». Sin embargo, critica que «era una estrategia horrible porque se basaba en nuestro sacrificio». Ironías de la vida, este antiguo kamikaze se hizo pacifista tras la guerra y su hija se casó con un norteamericano.
FUENTE:
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Vientos de Guerra: Segunda Guerra Mundial
Pedro Pablo Romero Soriano PS