Birmania, las condiciones en el Sudeste Asiático

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Aunque el 14° Ejército británico ganaba las batallas, nunca consiguió vencer del todo a su otro gran enemigo: las enfermedades. A muchos soldados no les gustaban las pastillas de mepacrina del tamaño de una canica que tenían que tomar cada día para prevenir la malaria a costa de que su piel se volviera amarilla. En 1942-1943, los soldados las rechazaban con frecuencia, sobre todo los que preferían la malaria al combate y también unos pocos que se creían la propaganda japonesa de que producían impotencia. En 1944, la mayoría de las unidades organizaban filas para asegurarse de que los soldados ingerían la mepacrina que se repartía.
También se les ordenaba no exponer demasiadas partes del cuerpo por la noche. A pesar de todo, en las condiciones tan desfavorables para la salud de la jungla de Birmania, las enfermedades causaban más bajas que el combate. Un informe de las pérdidas de la 20ª División india durante un periodo de seis meses registraba 2.345 bajas en combate y 5.605 hospitalizados por causas ajenas a la contienda. Este último grupo incluía 100 hospitalizados por accidentes, 321 por lesiones menores, 210 por enfermedades de la piel, 205 por enfermedades venéreas, 170 por problemas psiquiátricos, 1.118 por malaria y tifus, y 197 por disentería.
La maldición de los insectos caía sobre los hombres y las mulas. En los campamentos, siempre que no fuera peligroso, se encendían fuegos para mantener a los mosquitos a raya. Un cirujano británico describía así lo difícil que era tratar a los pacientes: “un camillero se dedicaba exclusivamente a matar las moscas que se posaban en los instrumentos, en las vendas esterilizadas, en las mantas impregnadas de sangre, en las ropas y en la camilla del paciente, incluso en la misma herida y también en el cirujano, que estaba medio desnudo y no podía defenderse”. Las infecciones crónicas de la piel y de los pies, la hepatitis, el agua que sabía mal por las pastillas purificadoras, la ropa siempre sucia y mojada... ningún soldado de infantería se libraba de todo ello.
En Birmania y Malasia, el beriberi era el agente más letal, resultado de un estado carencial de vitamina B. Los síntomas empezaban con una diarrea crónica; luego el cuerpo de la víctima o se hinchaba, o se reducía a poco más que el esqueleto. En la cárcel de Rangún, los médicos tenían un termómetro y un estetoscopio con el que diagnosticar la condición de los pacientes, pero no disponían de medicamentos. Se sobornaba a los guardias para que trajeran amapolas con las que fabricar opiáceos. Las partidas de trabajadores recogían “piedras azules” (de sulfato de cobre) que podían machacarse para, removidas en el agua, crear un antídoto contra las úlceras tropicales o “de la jungla”. Las navajas de afeitar viejas se robaban con fines quirúrgicos. Las moscas, omnipresentes, provocaron un estallido de cólera que, tras matar a diez prisioneros, se pudo contener mediante un habilidoso aislamiento de los pacientes. Si en las heces aparecían sangre y mucosidades, eran indicio de disentería, otra dolencia implacable. También la ictericia, el dengue y, naturalmente, la malaria, causaban estragos.
Alf Evans, mecánico de radiotransmisiones del RAOC, observó de modo lacónico que su campamento de Malasia “no se parecía en nada a los de Butlin. Teníamos úlceras, furúnculos, ladillas, malaria, “fiebre del agua negra”, dengue, beriberi, ronchas y ampollas, “pies de Changi” y depresión”. En el campamento de “Zapador Edward Whincup”, para los obreros de la vía férrea, las heridas abiertas se trataban rascando el pus con una cucharilla y rociando el área infectada con una solución de permanganato de potasio, con ayuda de una bomba de mano. Cuando se incorporaron los trabajadores tamiles, que no tenían los mismos hábitos de higiene, hubo un brote de cólera.
Pero estos padecimientos no eran patrimonio de las tropas aliadas. Durante el abandono de la ofensiva de la 54ª División japonesa sobre Kohima, Iwaichi Fujiwara, un coronel de inteligencia, relataba: “Reinaba la desesperación. No teníamos comida. Oficiales y soldados estaban prácticamente exhaustos después de una contienda dura y continua, luchando durante semanas bajo la lluvia y mal alimentados... La carretera acabó siendo un cenagal, los ríos se desbordaron; era difícil desplazarse a pie, y no digamos en un vehículo... Casi todos los hombres padecían malaria y también eran frecuentes los casos de amebiasis y beriberi” …




FUENTE:
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Historia de la Segunda Guerra Mundial

Fuente: “Némesis – La Derrota del Japón” de Max Hastings

































 


Pedro Pablo Romero Soriano PS

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