El 3 de diciembre de 1941, cuatro días antes de la incursión en Pearl Harbor, el general Sikorsky, primer ministro del gobierno polaco en el exilio, y el General Anders, comandante del Ejército polaco fueron a reunirse con Stalin y Molotov en el Kremlin. El hecho de que sus respectivas naciones se hubieran convertido en “aliadas” dejaba al dirigente soviético en una posición incómoda. Para esa fecha aún, no eran ni dos años desde el momento en que había determinado la ejecución de buena parte de la oficialidad polaca. No cabe sorprenderse de que la actitud de las autoridades de la Unión Soviética respecto de los que aún quedaban en cautividad cambiase de súbito tras la invasión alemana, pues si un día habían sido instrumentos de un estado burgués que ellas habían ayudado a borrar del mapa, al siguiente se habían revelado como un posible auxilio frente a los alemanes nacionalsocialistas.
Reunir a cuantos oficiales se hallaran repartidos por los diversos campos de trabajo de la nación soviética, comportaba una labor logística, tal como ocurría, como por ejemplo, con el problema que suponía proporcionarles alimentos y techo a todos. Y este género de dificultades prácticas era, precisamente, lo que estaba tratando de resolver la delegación polaca, encabezada por Sikorsky.
Durante la reunión en el Kremlin, Sikorsky hizo saber a Stalin que las “instrucciones relativas a la amnistía” concedida a los prisioneros polacos que acababan de publicar las autoridades soviéticas “no se estaban aplicando”, y que “buena parte de los más valiosos de sus hombres seguían recluidos en campos de trabajo y prisiones”.
“Eso es imposible”, respondió Stalin, porque la amnistía era para todos, y hemos liberado a todos los polacos. Molotov hizo un gesto de asentimiento, y Sikorsky dijo tener una lista de varios miles de polacos de los que nada se sabía. Si no habían sido liberados, daba por supuesto que deberían de estar aún recluidos en algún lugar de la Unión Soviética.
“Eso es imposible”, repitió Stalin, “se habrán fugado”.
“¿Y adónde iban a fugarse?”, preguntó el General Anders.
“Pues a Manchuria”, fue la conclusión del dirigente soviético. El diálogo caracteriza a la perfección la actitud global que mantuvo Stalin durante aquella guerra. Aun cuando, a fuerza de ser el mandamás de la Unión Soviética, conocía mejor que nadie la suerte que habían corrido los militares desaparecidos, se limitó a anunciar con impasibilidad que, en realidad, habían huido a una región remota del noreste asiático. Aquélla fue, sin lugar a dudas, una de las manifestaciones de poder más cínicas en la historia reciente.
El General Anders, que había tenido oportunidad de conocer de primera mano el sistema judicial y penal soviético, se aventuró a contradecir de forma explícita semejante afirmación.
“Es imposible que todos ellos se hayan dado a la fuga”, remachó.
“Pues entonces”, replicó Stalin, los habrán soltado y todavía no han llegado…
Reunir a cuantos oficiales se hallaran repartidos por los diversos campos de trabajo de la nación soviética, comportaba una labor logística, tal como ocurría, como por ejemplo, con el problema que suponía proporcionarles alimentos y techo a todos. Y este género de dificultades prácticas era, precisamente, lo que estaba tratando de resolver la delegación polaca, encabezada por Sikorsky.
Durante la reunión en el Kremlin, Sikorsky hizo saber a Stalin que las “instrucciones relativas a la amnistía” concedida a los prisioneros polacos que acababan de publicar las autoridades soviéticas “no se estaban aplicando”, y que “buena parte de los más valiosos de sus hombres seguían recluidos en campos de trabajo y prisiones”.
“Eso es imposible”, respondió Stalin, porque la amnistía era para todos, y hemos liberado a todos los polacos. Molotov hizo un gesto de asentimiento, y Sikorsky dijo tener una lista de varios miles de polacos de los que nada se sabía. Si no habían sido liberados, daba por supuesto que deberían de estar aún recluidos en algún lugar de la Unión Soviética.
“Eso es imposible”, repitió Stalin, “se habrán fugado”.
“¿Y adónde iban a fugarse?”, preguntó el General Anders.
“Pues a Manchuria”, fue la conclusión del dirigente soviético. El diálogo caracteriza a la perfección la actitud global que mantuvo Stalin durante aquella guerra. Aun cuando, a fuerza de ser el mandamás de la Unión Soviética, conocía mejor que nadie la suerte que habían corrido los militares desaparecidos, se limitó a anunciar con impasibilidad que, en realidad, habían huido a una región remota del noreste asiático. Aquélla fue, sin lugar a dudas, una de las manifestaciones de poder más cínicas en la historia reciente.
El General Anders, que había tenido oportunidad de conocer de primera mano el sistema judicial y penal soviético, se aventuró a contradecir de forma explícita semejante afirmación.
“Es imposible que todos ellos se hayan dado a la fuga”, remachó.
“Pues entonces”, replicó Stalin, los habrán soltado y todavía no han llegado…
FUENTE:
https://www.facebook.com/cronicampsgm/photos/a.100906571299955/731077358282870
(Crónica Militar y Política de la Segunda Guerra Mundial)
"A Puerta Cerrada – Historia Oculta de la Segunda Guerra Mundial" de Laurence Rees
Pedro Pablo Romero Soriano PS