Historia de Tanquistas: Las huellas imperecederas de una batalla

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En la imagen; Un «tankisti» soviético hace el tonto para el fotógrafo después de haber «tomado prestado» un sombrero de copa de un alemán en un suburbio de Berlín, mayo de 1945 


Pavor y muerte: la horrible vida dentro de un tanque en la Segunda Guerra Mundial, según sus tripulaciones.

Ser tanquista soviético durante la Segunda Guerra Mundial era una experiencia brutal, peligrosa y marcada tanto por el heroísmo como por las duras condiciones de vida y combate. Aquí te dejo un retrato general de cómo era esa vida.

-Entrenamiento Rápido y Duro
Muchos tanquistas eran jóvenes con entrenamiento básico, a veces de solo unas semanas.
Se les enseñaba a operar, mantener y reparar los tanques, a menudo bajo presión y en condiciones improvisadas.
El énfasis era en la velocidad y la supervivencia, más que en el dominio técnico.

-Condiciones de Combate Extremas
El interior del tanque era claustrofóbico, caluroso en verano y gélido en invierno.
El ruido del motor y los disparos era ensordecedor. Los tripulantes sufrían de fatiga crónica, estrés y miedo constante.
La esperanza de vida de un tanquista en algunas batallas era de días o incluso horas.

-Mantenimiento y Reparaciones
A menudo los tanquistas tenían que reparar sus vehículos bajo fuego enemigo.
El mantenimiento era constante y crucial para la supervivencia, porque un tanque averiado era un blanco fácil.

-Camaradería y Orgullo
A pesar de todo, muchos tanquistas desarrollaban un fuerte vínculo con su tripulación y sentían un orgullo enorme por su papel.
Las pérdidas eran altísimas. Se destruían decenas de tanques en un solo día de combate.
Pero el Ejército Rojo seguía produciendo tanques y entrenando tripulaciones a un ritmo impresionante, lo que les permitió desgastar y eventualmente superar al ejército alemán.
El calor, el ruido constante y el miedo a ser destruidos eran los compañeros de viaje habituales de las tripulaciones de los carros de combate.

La conclusión es que la vida de los tanquistas de ambos bandos fue mucho más dura de lo que las películas de Hollywood nos han hecho creer. En batalla, su posición era igual de peligrosa que la del resto de hombres. Como les sucedía a los anónimos soldados a los que se ordenaba tomar tal o cual risco armados apenas con un fusil, un solo disparo enemigo tenía la capacidad de segar su vida.

La única diferencia es que, si las divisiones de infantería sentían escalofríos al escuchar el repiquetear de las ametrallados MG-42 germanas o las Vickers británicas , a los pobres desgraciados que combatían en las tripas de los carros de combate en la Segunda Guerra Mundial se lo generaba el retumbar de un cañón anticarro. Y para sobrevivir la única solución era convertirse en una pequeña familia con una relación basada en la confianza mutua. 

Esta familia estaba compuesta por cinco miembros que desempeñaban unas funciones determinadas dentro del blindado (aunque, durante la primera parte de la guerra, las tripulaciones rusas eran de cuatro hombres). En los Panzer IV germano 5, Sherman estadounidenses y T-34/76 soviéticos (los más populares en sus respectivos ejércitos) convivían en un espacio claustrofóbico poco más grande que una habitación diminuta.

Lo habitual dentro de los tanques era que el conductor y el ametrallador (también operador de radio ) se ubicaran delante, sentados. Podía parecer cómodo, pero, durante el combate, debían permanecer siempre en esa posición si no querían golpearse la cabeza contra el techo. A la izquierda y derecha de la torreta estaban el artillero y el cargador . Detrás destacaba el padre de todos ellos: el comandante de carro , encargado de velar por el bienestar de sus hombres y de estar alerta. «Debíamos prestar siempre atención mientras escudriñábamos el campo de batalla en una guerra posicional», explica en sus memorias Otto Carius , el mítico «as» de los Panzer.
Si bien el puesto de comandante de carro era el de mayor responsabilidad, los que más sufrían eran los conductores. Uno de ellos, Jack Rollinson , estaba convencido de que eran «lo más bajo de la jerarquía social». En sus palabras, eran los primeros en levantarse por la mañana para poner a punto el tanque mientras el resto de sus compañeros dormía bajo una lona estirada, desde lo alto del vehículo, a modo de tienda de campaña. También eran los últimos en acostarse, pues debían revisar cadenas y motor , y los únicos que, durante el trayecto, apenas podían descansar. Carius era de la misma opinión: «Su posición requería una dosis adicional de agallas».

Aunque todos eran iguales ante la muerte. «Cuando un tanquista recibía en el interior de lleno los efectos de la perforación, a veces la cabeza estallaba, dejando todo el compartimento lleno de sangre, carnaza y sesos», explicaba, tras la contienda, el teniente Belton Cooper, del batallón de mantenimiento.
El día a día fuera del campamento no era sencillo. Durante los largos desplazamientos de una zona a otra, acciones habituales como aliviar la vejiga o comer se convertían en una aventura. El problema de ir al baño podía resolverse mediante la vaina de un proyectil (en mitad del combate había que tener cuidado por si estaba demasiado caliente), un casco de infantería o una lata vacía.
La rudeza del combate era espeluznante. Según el soldado J. W. Howes , había una cosa peor que oír la munición enemiga impactar contra el blindaje, «la experiencia traumática de escuchar por la radio el clic de otra radio apagarse». Aquello «aumentaba el horror» de la lucha y significaba que compañeros con los que habían compartido meses en el campamento habían muerto. «Si alguien informaba, por ejemplo, de que “Able Tres” había sido alcanzado, todo el mundo sabía quienes eran y los rostros de los caídos pasaban delante de nuestros ojos por unos segundos».

Aquello era lo único que podía sacarles de una suerte de trance en el que se veían inmersos por culpa del estruendo del enorme motor, el tronar de las armas al ser disparadas y, por último, el constante zumbido de unos auriculares que jamás se quitaban para comunicarse de forma interna con el resto de la tripulación.
El olfato era otro de los sentidos que se veía puesto a prueba en el interior de esas moles de metal. Para empezar, por el olor que emanaba de los mismos compañeros, los cuales solo se aseaban en las duchas del campamento o, si habían sido previsores, con un bidón de agua extra. El más sucio solía ser siempre el cargador, pues sudaba más que sus compañeros debido al esfuerzo de introducir la munición en el cañón.
Igual de molesta era la pestilencia que llegaba desde las cadenas después de pasar por encima de cuerpos de animales en descomposición o de cadáveres humanos. «Aquel hediondo revoltillo iba girando en las cadenas, mientras los que íbamos en el interior luchábamos por no vomitar»
La vista también sufría . Durante la batalla, el único que tenía una verdadera imagen panorámica del exterior era el comandante, quien, aunque podía agazaparse para evitar un balazo, solía dirigir el combate con medio cuerpo fuera de la escotilla. Los alemanes eran los más atrevidos en este sentido. Otto Carius siempre insistió a sus subordinados en que esa peligrosa costumbre les permitía ver al enemigo unos vitales segundos antes. «Los comandantes de carro que cierran de un portazo la escotilla al principio del ataque y no la vuelven a abrir hasta que se ha alcanzado el objetivo no sirven de nada».

El resto de los tripulantes, sin embargo, debían forzar los ojos para saber lo que sucedía a su alrededor, pues tan solo disponían para ello de una abertura del tamaño de un buzón. Por descontado, era imposible distinguirse en el interior de aquellas bestias metálicas.
Una existencia dura, en efecto, pero que muchos soldados como el tanquista Bill Close recordaban con cariño: «Al mirar hacia atrás, todavía veo esta época como uno de los mejores momentos de mi vida. Es difícil expresarlo con palabras, pero los amigos que hice durante la guerra son todavía mis amigos». Su conclusión, una que sorprende, es que la vida dentro de un carro de combate de la Segunda Guerra Mundial era mucho más peligrosa de lo que consideramos en la actualidad.

Se han utilizado innumerables artículos y lecturas para la configuración de este post. Tema que que nunca habíamos tratado.




El combate de tanques transformaba un paisaje agradable y pacífico en tierras desoladas de caminos destrozados contaminados por el hedor de aceite quemado, lubricantes y despojos humanos. Wilhelm Roes ha recordado siempre los característicos olores del campo de batalla de Kursk: Estaba el olor de la pesada tierra ucraniana que había sido batida y, a continuación, empapada por la lluvia. Después estaba el fuerte hedor de humo, de pólvora, y el de los tanques calcinados. Podías oler cuero quemado y cadáveres todavía humeantes. Era una combinación que me resulta imposible describir.

Los olores traían recuerdos de visiones turbadoras. Mirado desde lejos, se veía en el campo de batalla una dramática y, a veces, colorista escena. Líneas de trazadoras se entrecruzaban sobre oscuras siluetas dentro de la zona de combate; algunas de esas líneas se movían más lentamente, lo que indicaba que se trataba de ametralladoras de mayor calibre. Los estampidos de los cañones resonaban, emitiendo esquirlas de fulgurante metal que trazaban lentas trayectorias en arco hasta estrellarse en una cascada de chispas contra un objetivo, o girando violentamente a cerrados ángulos para, a continuación, estamparse incandescentes contra el suelo. El humo reducía esas espectrales imágenes a algo parecido a chubascos tormentosos. Al acercarse, podían verse unas estampas brutalmente feas.
Fueron esas imágenes, más que ninguna otra cosa, las que atormentarían sus futuros recuerdos. El teniente Aleksander Fadin recuerda la muerte de otro de los jefes de sección de T-34 de su unidad, Konstantin Grozdev, cuya torreta voló por completo del casco de su carro por el disparo de un Tiger. “Konstantin saltó del carro. Para ser más precisos, la parte superior de su cuerpo saltó del carro; la parte inferior siguió dentro del tanque”. Era una imagen que nunca borraría de su memoria. “Todavía estaba vivo. Me miraba, sus manos arañando en la tierra. ¿Puede Ud. imaginar lo que fue aquello?”.
Ludwig Bauer, un tanquista alemán en la misma batalla de Kursk, estaba atormentado por las visiones de dos grandes amigos que perdió, los dos conductores, y los dos decapitados por proyectiles anticarro. “En las clases de historia siempre me preguntaba cómo sería la guillotina de la revolución francesa ¡y fue justo eso lo que vi! Uno perdió la cabeza por completo, el otro la tenía partida por la mitad”.
“¿Todavía no has ardido?”, era la pregunta que solían hacerse entre sí los tanquistas soviéticos al reencontrarse. “Lo que todos temían era quemarse vivos”, confesó el comandante de carro Vladimir Alexeyev. El teniente Nikolái Zheleznov recordó enterrar tripulantes de carros carbonizados; hombres crecidos reducidos a momias del tamaño de niños. “La piel de sus rostros era de un color rojizo-azulado-marrón. Daba miedo verlo e incluso ahora me resulta muy turbador recordarlo”. Había un cínico chiste ruso en el que un “politruk” (comisario) le dice a un joven tanquista que casi todos los tanquistas de su grupo habían muerto ese día. “Lo siento”, responde el joven, “Me aseguraré de hacerme quemar mañana”.
“El carro estaba en llamas, no podía respirar”, recordó Nikolái Zhelevnov, quien yacía en el suelo de la torreta tras haber sido alcanzados por un Tiger. Desde allí veía la cabeza destrozada del conductor; al cargador le habían arrancado un brazo y el artillero también estaba muerto, habiéndose llevado toda la metralla que, de otro modo, habría alcanzado a Zhelevnov. El fuego estaba consumiendo el oxígeno en el interior del carro; las llamas le lamían las piernas mientras se asomaba por la escotilla del comandante para intentar escapar. Tenía la pierna izquierda rota por la rodilla, lo que le impedía trepar. “Tenía las piernas y el trasero dentro del tanque, y ya estaban ardiendo” recordó. Una masa de sangre cubría sus ojos y para su horror, “para rematarlo, me quemé los ojos”. Llamó a dos hombres que pasaban por allí para que le ayudasen a salir. ¿Zhelevnov? Preguntaron incrédulos. “¡Soy yo!”, estaba irreconociblemente quemado. Le sacaron de allí cogiéndole de los brazos; las botas se engancharon en el borde de la torreta, y cayeron dentro. Le sacudieron las llamas de las ropas mientras el carro estallaba.
“¡Tenía quemado un treinta y cinco por ciento de mi piel!” declaró. Le negaron agua, pero le dieron vodka en cambio. La piel colgaba de su rostro. “El mayor problema de todo era que no podía ver nada; tenía toda la cara inflamada. Mis párpados se hincharon tanto que tuvieron que cortarlos para que pudiera abrirlos. No voy a hablar de eso, me pondría a llorar”. La guerra había acabado para él. Pero tenía una satisfacción: “Estoy en paz con los alemanes. Yo perdí tres tanques, pero incendié a tres de los suyos, además de un transporte blindado”.



FUENTE:
https://www.facebook.com/photo?fbid=582734750544371&set=a.418790153605499

Historia de la Segunda Guerra Mundial

Fuente: “Tank Men: Historia Humana de los Tanques en la Guerra” de Robert Kershaw (2006)


 


























Pedro Pablo Romero Soriano PS

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