El combate de tanques transformaba un paisaje agradable y pacífico en tierras desoladas de caminos destrozados contaminados por el hedor de aceite quemado, lubricantes y despojos humanos. Wilhelm Roes ha recordado siempre los característicos olores del campo de batalla de Kursk: Estaba el olor de la pesada tierra ucraniana que había sido batida y, a continuación, empapada por la lluvia. Después estaba el fuerte hedor de humo, de pólvora, y el de los tanques calcinados. Podías oler cuero quemado y cadáveres todavía humeantes. Era una combinación que me resulta imposible describir.
Los olores traían recuerdos de visiones turbadoras. Mirado desde lejos, se veía en el campo de batalla una dramática y, a veces, colorista escena. Líneas de trazadoras se entrecruzaban sobre oscuras siluetas dentro de la zona de combate; algunas de esas líneas se movían más lentamente, lo que indicaba que se trataba de ametralladoras de mayor calibre. Los estampidos de los cañones resonaban, emitiendo esquirlas de fulgurante metal que trazaban lentas trayectorias en arco hasta estrellarse en una cascada de chispas contra un objetivo, o girando violentamente a cerrados ángulos para, a continuación, estamparse incandescentes contra el suelo. El humo reducía esas espectrales imágenes a algo parecido a chubascos tormentosos. Al acercarse, podían verse unas estampas brutalmente feas.
Fueron esas imágenes, más que ninguna otra cosa, las que atormentarían sus futuros recuerdos. El teniente Aleksander Fadin recuerda la muerte de otro de los jefes de sección de T-34 de su unidad, Konstantin Grozdev, cuya torreta voló por completo del casco de su carro por el disparo de un Tiger. “Konstantin saltó del carro. Para ser más precisos, la parte superior de su cuerpo saltó del carro; la parte inferior siguió dentro del tanque”. Era una imagen que nunca borraría de su memoria. “Todavía estaba vivo. Me miraba, sus manos arañando en la tierra. ¿Puede Ud. imaginar lo que fue aquello?”.
Ludwig Bauer, un tanquista alemán en la misma batalla de Kursk, estaba atormentado por las visiones de dos grandes amigos que perdió, los dos conductores, y los dos decapitados por proyectiles anticarro. “En las clases de historia siempre me preguntaba cómo sería la guillotina de la revolución francesa ¡y fue justo eso lo que vi! Uno perdió la cabeza por completo, el otro la tenía partida por la mitad”.
“¿Todavía no has ardido?”, era la pregunta que solían hacerse entre sí los tanquistas soviéticos al reencontrarse. “Lo que todos temían era quemarse vivos”, confesó el comandante de carro Vladimir Alexeyev. El teniente Nikolái Zheleznov recordó enterrar tripulantes de carros carbonizados; hombres crecidos reducidos a momias del tamaño de niños. “La piel de sus rostros era de un color rojizo-azulado-marrón. Daba miedo verlo e incluso ahora me resulta muy turbador recordarlo”. Había un cínico chiste ruso en el que un “politruk” (comisario) le dice a un joven tanquista que casi todos los tanquistas de su grupo habían muerto ese día. “Lo siento”, responde el joven, “Me aseguraré de hacerme quemar mañana”.
“El carro estaba en llamas, no podía respirar”, recordó Nikolái Zhelevnov, quien yacía en el suelo de la torreta tras haber sido alcanzados por un Tiger. Desde allí veía la cabeza destrozada del conductor; al cargador le habían arrancado un brazo y el artillero también estaba muerto, habiéndose llevado toda la metralla que, de otro modo, habría alcanzado a Zhelevnov. El fuego estaba consumiendo el oxígeno en el interior del carro; las llamas le lamían las piernas mientras se asomaba por la escotilla del comandante para intentar escapar. Tenía la pierna izquierda rota por la rodilla, lo que le impedía trepar. “Tenía las piernas y el trasero dentro del tanque, y ya estaban ardiendo” recordó. Una masa de sangre cubría sus ojos y para su horror, “para rematarlo, me quemé los ojos”. Llamó a dos hombres que pasaban por allí para que le ayudasen a salir. ¿Zhelevnov? Preguntaron incrédulos. “¡Soy yo!”, estaba irreconociblemente quemado. Le sacaron de allí cogiéndole de los brazos; las botas se engancharon en el borde de la torreta, y cayeron dentro. Le sacudieron las llamas de las ropas mientras el carro estallaba.
“¡Tenía quemado un treinta y cinco por ciento de mi piel!” declaró. Le negaron agua, pero le dieron vodka en cambio. La piel colgaba de su rostro. “El mayor problema de todo era que no podía ver nada; tenía toda la cara inflamada. Mis párpados se hincharon tanto que tuvieron que cortarlos para que pudiera abrirlos. No voy a hablar de eso, me pondría a llorar”. La guerra había acabado para él. Pero tenía una satisfacción: “Estoy en paz con los alemanes. Yo perdí tres tanques, pero incendié a tres de los suyos, además de un transporte blindado”.
Los olores traían recuerdos de visiones turbadoras. Mirado desde lejos, se veía en el campo de batalla una dramática y, a veces, colorista escena. Líneas de trazadoras se entrecruzaban sobre oscuras siluetas dentro de la zona de combate; algunas de esas líneas se movían más lentamente, lo que indicaba que se trataba de ametralladoras de mayor calibre. Los estampidos de los cañones resonaban, emitiendo esquirlas de fulgurante metal que trazaban lentas trayectorias en arco hasta estrellarse en una cascada de chispas contra un objetivo, o girando violentamente a cerrados ángulos para, a continuación, estamparse incandescentes contra el suelo. El humo reducía esas espectrales imágenes a algo parecido a chubascos tormentosos. Al acercarse, podían verse unas estampas brutalmente feas.
Fueron esas imágenes, más que ninguna otra cosa, las que atormentarían sus futuros recuerdos. El teniente Aleksander Fadin recuerda la muerte de otro de los jefes de sección de T-34 de su unidad, Konstantin Grozdev, cuya torreta voló por completo del casco de su carro por el disparo de un Tiger. “Konstantin saltó del carro. Para ser más precisos, la parte superior de su cuerpo saltó del carro; la parte inferior siguió dentro del tanque”. Era una imagen que nunca borraría de su memoria. “Todavía estaba vivo. Me miraba, sus manos arañando en la tierra. ¿Puede Ud. imaginar lo que fue aquello?”.
Ludwig Bauer, un tanquista alemán en la misma batalla de Kursk, estaba atormentado por las visiones de dos grandes amigos que perdió, los dos conductores, y los dos decapitados por proyectiles anticarro. “En las clases de historia siempre me preguntaba cómo sería la guillotina de la revolución francesa ¡y fue justo eso lo que vi! Uno perdió la cabeza por completo, el otro la tenía partida por la mitad”.
“¿Todavía no has ardido?”, era la pregunta que solían hacerse entre sí los tanquistas soviéticos al reencontrarse. “Lo que todos temían era quemarse vivos”, confesó el comandante de carro Vladimir Alexeyev. El teniente Nikolái Zheleznov recordó enterrar tripulantes de carros carbonizados; hombres crecidos reducidos a momias del tamaño de niños. “La piel de sus rostros era de un color rojizo-azulado-marrón. Daba miedo verlo e incluso ahora me resulta muy turbador recordarlo”. Había un cínico chiste ruso en el que un “politruk” (comisario) le dice a un joven tanquista que casi todos los tanquistas de su grupo habían muerto ese día. “Lo siento”, responde el joven, “Me aseguraré de hacerme quemar mañana”.
“El carro estaba en llamas, no podía respirar”, recordó Nikolái Zhelevnov, quien yacía en el suelo de la torreta tras haber sido alcanzados por un Tiger. Desde allí veía la cabeza destrozada del conductor; al cargador le habían arrancado un brazo y el artillero también estaba muerto, habiéndose llevado toda la metralla que, de otro modo, habría alcanzado a Zhelevnov. El fuego estaba consumiendo el oxígeno en el interior del carro; las llamas le lamían las piernas mientras se asomaba por la escotilla del comandante para intentar escapar. Tenía la pierna izquierda rota por la rodilla, lo que le impedía trepar. “Tenía las piernas y el trasero dentro del tanque, y ya estaban ardiendo” recordó. Una masa de sangre cubría sus ojos y para su horror, “para rematarlo, me quemé los ojos”. Llamó a dos hombres que pasaban por allí para que le ayudasen a salir. ¿Zhelevnov? Preguntaron incrédulos. “¡Soy yo!”, estaba irreconociblemente quemado. Le sacaron de allí cogiéndole de los brazos; las botas se engancharon en el borde de la torreta, y cayeron dentro. Le sacudieron las llamas de las ropas mientras el carro estallaba.
“¡Tenía quemado un treinta y cinco por ciento de mi piel!” declaró. Le negaron agua, pero le dieron vodka en cambio. La piel colgaba de su rostro. “El mayor problema de todo era que no podía ver nada; tenía toda la cara inflamada. Mis párpados se hincharon tanto que tuvieron que cortarlos para que pudiera abrirlos. No voy a hablar de eso, me pondría a llorar”. La guerra había acabado para él. Pero tenía una satisfacción: “Estoy en paz con los alemanes. Yo perdí tres tanques, pero incendié a tres de los suyos, además de un transporte blindado”.
FUENTE:
https://www.facebook.com/photo?fbid=582734750544371&set=a.418790153605499
Historia de la Segunda Guerra Mundial
Fuente: “Tank Men: Historia Humana de los Tanques en la Guerra” de Robert Kershaw (2006)
Pedro Pablo Romero Soriano PS